“Deja que la memoria sea tu equipaje”
Aleksandr Solzhenitsyn
Hay historias que comienzan con un “érase una vez”. Para los venezolanos que huyen del régimen, podría comenzar con un “érase millones de veces”. Pero, para mis viejos, mis padres, era la segunda vez.
* * *
La gente sale en oleadas a través de las puertas automáticas. Puedo sentir las vibraciones de los que esperan, chocando con las mías en un caos de alegría con expectativa. No, no son ellos, pienso parándome en la punta de los pies para tratar de ubicarlos. Mis padres han llegado a Canadá por fin. Intento distraerme, mirando a la gente, imaginándome sus historias. La sala de espera del aeropuerto Lester Pearson se llena de turbantes, saris, capulanas, camisas hawaianas, en un desorden vital de idiomas, dioses y aromas de lugares lejanos, una especie de carnaval de la Humanidad. Los hombres de negocios con sus trajes oscuros y sobrios maletines de mano esbozan una sonrisa cortés al ver sus nombres en los carteles de los choferes con cara de aburridos. Los amantes que se reencuentran lloran y reían a la misma vez entre flores, besos y globos de colores. Familias enteras ruedan los carritos con sus bultos y alijos. Algunas maletas han visto miles de kilómetros, otras nuevas han sido compradas especialmente para el viaje. Muchas están bien amarradas como para que no se abran y se escapen las fotos amarillas, los juguetes de los niños, las cartas de amor, el dolor que traen las pérdidas. Las memorias de los fantasmas de atrás.
Son casi las dos de la mañana. Mi cuerpo quiere cama, pero mi corazón quiere abrazarlos. Una pequeña voz del pasado me acosa y, como un disco rayado, escucho fragmentos vivos de la historia de mis padres, asediados por el comunismo y la muerte. Refugiados de la Segunda Guerra Mundial, llegaron a Venezuela en 1950 con una maleta, un par de camisas y algunas cucharitas de plata como su único tesoro terrenal. Y ahora, a los ochenta años han tenido que huir de nuevo de una dictadura sin adjetivo posible. Con dolor cerraron su casa de toda la vida, su oasis en medio de un país que se desmorona en cámara lenta. Y aunque se empeñaban en recordar tiempos mejores, la vida se les fue volviendo cada vez más pequeña. La falta de comida, medicamentos, electricidad y agua potable eran grilletes invisibles, impuestos por un régimen maldito del que no podrían sobrevivir.
Mientras los espero me llegan ramalazos de mi vida anterior ¿Qué habrá sido de mis amigos de la calle donde crecí? ¿Cómo llevarán la vida quienes emigraron en desventura? ¿Quién vivirá en mi casa que una vez estuvo llena de familia, flores y brisas? ¿Qué vida estaría viviendo si me hubiese quedado con mi miedo y todo? Si bien la cotidianidad del terror se me olvidó al llegar a Canadá, no puedo zafarme de las memorias de un lugar remoto que ya casi no existe, y que atesoro como pañuelitos bordados y perfumados en alguna maleta de mis entrañas.
—¿Por qué tardarán tanto? —le pregunto a Noel.
—Tranquila, que el proceso de Landing toma su tiempito. Lo importante es que ya están de este lado de la paz —me asegura.
Camino de un lado a otro de la terminal y Noel me sigue hasta que decide sentarse, pues sabe que no puede hacer nada para contenerme. Empeñada en traerlos a Canadá, hoy termina mi travesía de pasmos, empujes y papeles a lo largo de dos continentes y tres años de mi existencia. Quién iba a decir que lograría sobreponerme a la burocracia de Immigration Canada y a la resistencia de mis propios viejos. Pero, me devoran los escenarios, pues sé que en el fondo no quieren estar aquí. Mi mamá me lo dijo tantas veces con sus silencios al teléfono, cuando le pedía las copias de los pasaportes o la partida de matrimonio. Sus labios que desaprobaban solo trataban de asimilar, sin querer admitirlo, que su burbuja segura y cálida estaba colapsando. Otra vez. Mi padre repetía que adoraba a Canadá, con todo y su nieve, como si estuviera aprendiendo una lección de caletre. La guerra, en la que su vida era tan efímera como los pedazos que quedaban tras los bombardeos, los volvieron aprensivos con sus posesiones. Aun así, sonrío con el orgullo de una guerrera que ha vencido, pero que sabe que está por librar otras batallas. Es solo el comienzo; todos los obstáculos salvados son pequeñeces frente a lo que nos viene. Enseñarles a dos loros viejos a hablar un nuevo idioma de paz y tranquilidad, frente a las lecciones de terror y pobreza. Enseñarles que este será su hogar donde podrán respirar a todo pulmón.
De pronto se abren las puertas. Dos mujeres en uniforme de los servicios al cliente del aeropuerto empujan una silla de ruedas cada una. De pronto, me doy cuenta de que son ellos. Mis padres. Dos grumitos irreconocibles de existencia, tablitas gastadas de un naufragio. Mi papá carga un bastón, una barba canosa de días; la camisa le queda grande. Mi mamá, estoica como siempre, lleva ojeras profundas y la procesión por dentro; su cabello siempre en orden luce un poco despeinado como su alma, aunque no ha perdido de todo el glamur. El corazón se me parte con un ruido de llanto. Contengo la respiración, sintiendo que caeré de rodillas, pero Noel me la mano, dándome fuerzas para seguir de pie. They did just fine, me dice una de las mujeres como tratando de bórrame la expresión donde me late la mudez. Más que un silencio, es un agobio de la impresión, es la herida de una turbulencia.
—Thank you so much! —logro contestarle como si los hubiesen salvado de un huracán.
Poco a poco, paso del espanto al alivio. Con los puños apretados, los dos viejitos se aferran a sus bolsitos sobre los palitos que son sus piernas. Sonrío con esfuerzo sobrehumano, depositaria de una fuerza que casi no encuentro.
—¡Suegrita! —dice Noel, abrazando a mi madre. —¡Welcome to Canada!
—¡Chief, suegro! ¡Ya parece canadiense, caramba!
Los abrazo como se abraza a un bebé de Biafra. Están más flacos y pequeños de lo que los recuerdo desde su última visita hace un par de años atrás.
Noel empuja el carrito con las maletas bajo la mirada temerosa de mi padre. Se voltea, se remueve en la silla de ruedas.
—¿Qué pasa, papi?
—¿Están todas ahí? —pregunta con ansiedad.
—Si, si, son cuatro. Ya las conté. No te preocupes.
El camino a casa se me hace largo en la madrugada, aunque solo son veinte kilómetros. Mi padre habla interminable, como si todas esas palabras las hubiese tenido atragantadas durante mucho tiempo.
—Me alegro de que ya estén aquí. Van a ser felices — les digo como la promesa mayor.
—Ciertamente somos afortunados. Hace casi setenta años llegamos a Venezuela con una maleta cada uno. Ahora, llegamos a Canadá, cada uno con dos.