Tormentas y epifanías (extracto)

tormentaLa hija de los inmigrantes. Extracto del capítulo «Tormentas y epifanías»

Mientras yo estaba anidada en la seguridad de mi paraíso, al otro lado de la ciudad, un indigente dormía acurrucado con su perro callejero bajo la estatua de Simón Bolívar, y Mirta malviviendo en su mundo de cartón y lata, abría una lata de sardinas que se llevó de mi casa y la rendía con tomates para rellenar las arepas para sus cinco hijos.

Esa noche cantaron los grillos y volaron murciélagos, como si fuesen demonios retumbando en mi almohada. Eran demasiadas emociones amazacotadas con las cuales bregar. Mi mente ultra analítica y precavida, no lograba darles un orden para abordarlas y resolverlas. Quizá la más perentoria, fue haber dejado que una analfabeta como Mirta me abucheara en mi propia casa, en mi propia cara. La maldije mil veces. Pero de esa rabia y vergüenza surgía otro afán inaplazable. Uno que no podía evitar sentir: algo estaba cambiando y yo no sabía qué era, ni cómo controlarlo. El grifo del baño resonaba con su eco de gotas lejanas, sin que yo tuviera fuerzas para levantarme a cerrarlo. Las sábanas crujían suaves y a la vez, ensordecedoras. Fuera de mi ventana, la urbanización estaba serena pero el estruendo del insomnio solo lo escuchaba yo. Tras horas de batallar en favor de mis sueños, me rendí de puro cansancio. Amaneció y la luz cálida de la mañana se encargó de borrar el recuerdo de una mala noche.

No fue casualidad que, años más tarde, me topara con una cita de Haruki Murakami en su libro Kafka en la orilla; un pasaje que pasaría a ser mi mantra de vida, mi lección más dura, mi iluminación más pura: “Y es que la persona que surja de la tormenta no será la misma persona que penetró en ella. Y ahí estriba el significado de la tormenta.”

Irremediablemente, yo había comenzado a ser otra persona, aunque todavía no lo sabía pues habría de capotear unas cuantas tormentas más.

Guía para decir adiós…

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«Habíamos despegado; nuestro tiempo aquí había acabado. Quedarnos ya no era una opción. Miré por la ventanilla del avión y ví a Venezuela volverse pequeña hasta que no fue  más que un punto lejano. Con el sinsabor de la despedida, supe que no tenía esperanza de verla crecer de nuevo. Me despedí de ella en silencio, con la reverencia que se le tiene a un muerto muy querido»

Guía para decir adiós/ La hija de los inmigrantes