La balada del día triste

De «La hija de los inmigrantes»

Amanecía. Los primeros haces de la luz difusa del alba se asomaban entre las Guataparomontañas, disolviendo el manto de niebla que cubría el valle de Guataparo. Ni el mínimo soplo de viento era capaz de romper el silencio sagrado que me envolvía. Parecía que el tiempo se hubiese detenido. Nuestro tiempo aquí había terminado. Era hora de irnos. La camioneta que nos llevará al aeropuerto estaba estacionada en la calle bajo los árboles de mango. El chofer miraba su teléfono celular con desdén, aburrido de esperar. No me importaba que esperara un poco más. Ya nada me importaba. Pudimos haber desafiado al destino y quedarnos, pero el nuestro ya estaba decidido; era un viaje sin retorno conocido, albergando un acto de fe, cargando con la esperanza que perderíamos si intentábamos quedarnos.

La brisa temprana y su aroma de mastranto, mecía los helechos del patio y se llevaba el chachareo de las guacharacas y el carnaval de las guacamayas, con el estruendo de una sinfonía de color. Esa brisa no es ni cálida ni fresca. Busqué un adjetivo apropiado para la placidez que daba en la piel. Las noches de Guataparo era tenues y calladas como su manto de estrellas que me alborotaba los sueños y en su vasto cielo me recordaba lo insignificante que podía ser nuestra existencia. Por la calle deambulaban las vacas distraídas de la hacienda cercana. En esas mismas calles crucé mi niñez, jugué a la “Taima” y al “Escondite” con mis amigos de la cuadra, y luego fundé mi propia familia. No hay lugar más apacible y lleno de sosiego que Guataparo. Pero esa paz estaba amenazada.

Esa mañana diáfana con su luz cremosa y azul imposible, era la de siempre. Mucho seguía siendo igual: las guacharacas, las guacamayas, los helechos, la brisa. Pero el mundo, mi mundo había dado un vuelco. El tiempo que había sido un río de melaza, ahora se aceleraba fiero, aunque tratara de retrasar lo inevitable. Mi hija, Sabine, sentada en las escalinatas del jardín, me odiaba por alejarla de sus amigas quinceañeras; mi hijo, Noel Arne, estaba sumido en su mundo infantil del PlayStation. Noel, mi esposo eficiente y apurado, se cercioraba que las maletas y los documentos estuviesen en orden. Y yo…yendo y viniendo por la casa, hacía que revisaba los últimos detalles, pero en realidad recordaba, sellando los últimos vestigios de nuestra vida tal y como la habíamos conocido hasta ese momento.

― ¿Lista? ― preguntó Noel.

― Dame cinco minutos, por fa―le pedí; no, más bien le rogué.

―Bueno, pero ya es hora y puede haber disturbios en la carretera. Hay rumores de guarimba y no quiero que perdamos el vuelo, atascados tras una barricada.

Asentí, pero Noel sabía que no podía negarme ese lujo triste de la despedida. Los cinco minutos se convirtieron en veinte. A solas vagué por la casa que había sido mi oasis de paz, el reposo de esta guerrera. Ahora parecía que la casa hubiese muerto. Ese hogar que forjé ya no estaba ahí. Era un caparazón, hermoso, pero caparazón al fin. Ya no era mi hogar. Y es que es difícil olvidar el dulzor de la tierra cuando llueve, es nuestro primer recuerdo, como el del olor de la madre. Entonces, ¿ahora dónde estaba mi hogar? ¿Dónde coño estaba Venezuela? Quizás, en Canadá, tal como para otros, o en Argentina, Méjico y hasta Tailandia. ¿Llevaría a Venezuela conmigo, como se lleva su “luz y su aroma en mi piel”? El espacio que había dejado cada mueble que ya no estaba, era solo una sensación de fantasmas. Sombras de fantasmas. Como alguien que ha perdido un brazo o una pierna, seguía teniendo la impresión de que aún estaban ahí, aunque solo fuesen recuerdos. Algunas cajas llenas de objetos estaban apiñadas en medio de la sala a la espera que alguien viniera a recogerlas. Voy a construir otro hogar, me repetía mientras deambulaba por la casa, como si quisiera convencerme, porque era demasiado doloroso creer que este ya no existía. Necesitaba sentir y afirmar esta nostalgia para poder sanarla. Si no, corría el riesgo de que quedasen en simples vacíos. Mientras tanto, en el jardín aún florido cayó una primera hoja muerta.

Este huir que era lo más cercano a la muerte que me había podido imaginar, solo que sin el túnel de luz al cual entrar. Busqué más allá de los tejados vecinos, más allá de las montañas que rodeaban el valle y más allá de mi hermoso pasado perdido para siempre. Busqué un solo indicio para quedarme. Venezuela se caía a pedazos sin que yo pudiera hacer nada al respecto, por lo que dejar todo atrás y emigrar se convirtió en mi batalla más sabia. Me atormentaba lo escurridiza que era la democracia, lo desmedida que era la maldad, lo impreciso que era el futuro. Me angustiaba el lavado de cerebros y el secuestro de las almas para el servicio del régimen disfrazado de patria. Todo eso quedaría atrás al salir de mi casa. Estaba segura de que, en Canadá podría respirar libertad de nuevo. Entonces ¿por qué este dolor tan perro de partir? Había planificado el comienzo de una nueva vida, sin ese miedo ciego, con trabajo, educación y modales. Y, sin embargo, se me había pasado concebir el dolor y el vacío de la ausencia. ¿Y ahora qué? era la pregunta que me carcomía por dentro, temiendo más desacomodo de mi vida que una vez fue perfecta. Temí saber muy poco de mí misma y de lo sería capaz. Pero, sobre todo, temí que el tiempo me diera la razón y los escenarios de opresión y dictadura fuesen ciertos.

Merodeé por el jardín y los corredores como buscando ese momento crucial en que decidimos irnos. Ahora, nuestro proyecto de vida había cuajado y nuestros documentos estaban en regla; no éramos refugiados, ni ilegales, sino inmigrantes calificados, con todos los derechos y deberes de un canadiense cualquiera. Pensé en aquellos ilegales desesperados que cruzaban mares donde a veces morían, y me pregunté si no terminaríamos siendo todos del mismo pote de los desplazados del terruño, pequeñas almas en pena.

Di la última vuelta por la casa que había sido todo mi mundo, tratando de absorber cada rincón. Entré a tientas en el oscuro pasillo y subí los peldaños hacia la puerta de mi habitación, deteniéndome en el rellano frente a la ventana para mirar las montañas que circundaban la casa. Como esperando un milagro, cerré la ventana por donde antes entraban sin permiso tanta brisa, tanto sol y tanto canto de pájaros. En el tope de las escaleras sombrías, la puerta estaba entreabierta. En mi habitación vacía la luz temprana se colaba por las cortinas translúcidas, pero la estancia desnuda era un espacio de desamparo. Nada más. Cerré la puerta de ese lugar donde tantas noches en vela, mirando al techo, pensé en fatídicas incertidumbres y me llegaron tantas claridades. Eché un último atisbo a las habitaciones de mis hijos; les esperaba un mundo diferente, mejor, pero ajeno. Ojalá algún día lo hicieran tan suyo como este. Tuve la certeza absoluta que mi generación no vería la Venezuela libre y poderosa que fue, pero quizás serían ellos quienes tendrían la enorme tarea de reconstruir lo que quedó.

Quizás si nos quedáramos a luchar…volví a pensar. El desasosiego me estaba jugando una mala pasada, y por instantes me hacía considerar en claudicar, en dejar este loco sueño de cambiar un incierto por otro, pero las razones para irnos eran más poderosas ¡No, no y no! En mi afán de futuro, no podía rendirme antes de tiempo. Debía salvar lo poco que quedaba de nosotros: nueve maletas y dos baúles, junto a un mazacote de miedos y anhelos. Entonces, cerré los ojos, quizás para no ver, quizás para ver mejor. La brisa con aroma de mastranto me dio en la cara y pasó a través de mí como buen presagio y en mi corazón onduló algo impreciso ¿Sería esto lo que llamaban esperanza? En medio de un silencio que da amplitud de pensamiento, aspiré profundo y lento para meterme en los pulmones un soplo de ese lugar donde fui feliz un día, atesorando un átomo de cada memoria y hacerlos parte de mis células. Pasé la llave de la cerradura y, por un pequeño instante, acaricié la puerta, como se le pasa la mano al lomo de un caballo domado por el amor. Cerré la casa de mis sueños con espalda pesada, mi hija odiándome, mis padres ausentes, pues no podían aguantar el peso de despedirnos, mi suegro tildándonos de aventureros, algunos amigos llamándonos cobardes y vende patrias, otros admirándonos por valientes y lanzados. Al subir al automóvil quise dirigir la vista hacia la casa. Imaginé que si ella me pudiese ver, lo haría con el dolor que le queda a una madre cuando los hijos se van. En secreto la despedí agitando brevemente la mano, pero sin mirar atrás para no convertirme en un bloque de sal, como la sal en granos que lleva untada en las heridas de mi corazón.

Algo en mí murió ese día, pero al partir, también renací con el alma liberada.