El juego de las chapitas es muy popular en Venezuela, sobre todo entre niños y jóvenes. Sin distinción de clase social, raza o credo, en el campo todos somos iguales, rivales pero solidarios. Algunas de las reglas del juego son parecidas a las del béisbol, y hay quienes intuimos que el juego de los chapitas es la semilla criolla de ese deporte tan universal. Me permití estar en desacuerdo con quienes sostienen que el béisbol no tiene nada que ver con la esencia de la venezolanidad. El béisbol no es autóctono de mi país, es cierto, pero es casi nuestra religión. Nos emociona y nos seduce, pues es la forma en que nuestros compatriotas peloteros hacen del nombre de Venezuela algo excepcional y sublime en todo el mundo.
Pero volviendo a lo básico de las chapitas, el telón de fondo del juego puede ser una calle o un terreno; en fin cualquier lugar amplio y libre. No se requiere equipos sofisticados, solo muchas tapas de botellas de refresco o cerveza (las chapas), un palo de escoba recortado y tizas para demarcar la zona del juego. Participan dos equipos, de uno o más muchachos. Uno de los jugadores lanza las chapas a otro que debe batearlas. Si la chapa es inatrapable, se anota una carrera. Tiene muchas otras reglas que se acuerdan entre los jugadores, dependiendo del flujo del momento.
El juego de las chapitas es parte de la vida sencilla, anónima, pujante y extraordinaria del venezolano. En cada campo, donde todos somos iguales y con el palo de escoba en la mano, se juegan asuntos mucho más esenciales y definitivos, como el futuro que nos señala y define la existencia.
Los venezolanos amamos nuestros juegos de niños. Y en cuanto a nuestros deportes, somos ultra fanáticos de Los Navegantes del Magallanes o de los Leones del Caracas, eternos rivales que nos colman de algarabía y nos hacen orgullosos de llevar puestas las camisetas de su club. Nuestros deportistas, héroes épicos son las raíces en las que se funda nuestra niñez y, por lo tanto, lo que somos y seremos. Queremos encarnarlos, emularlos, hacerlos vivir en el entramado de lo que somos. Son parte del recuerdo y del bagaje que nos llevamos cuando vivimos lejos de nuestro país. Como viven ellos lejos también. Entonces, nuestra historia nos gobierna las memorias de vida, con todo y la nostalgia por nuestro terruño, los triunfos, los desengaños, y sobre todo la espera por la vuelta de una patria grande.
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José Francisco apuró la tarea de matemáticas como quien tiene el tiempo contado. Demasiadas multiplicaciones. A su lado, las chapitas de refrescos y cervezas brillaban en el balde con el haz de luz de la tarde temprana que entraba sin permiso a su habitación. Llevaba una semana recolectándolas de la acera frente al bar de la esquina, para el juego de hoy. Las acarició como si fuese un corsario ante su arcón del tesoro.
–Mamá, ¿puedo salir ya?– preguntó con un brinquito interior. La misma pregunta que hacía todos los días desde que cumplió los ocho años de edad.
–Todavía no son las cinco, mijo ¿Terminaste la tarea? –replicaba la madre desde la cocina.
El muchacho soltó un suspiro. Trató de contestar algo ocurrente, pero lo único que pudo murmurar fue un “Si, mamá” impaciente. Hizo dos multiplicaciones más y cerró el cuaderno. El reloj marcaba lentamente los diez minutos que lo separaban de su pasión. En el momento preciso, tomó el balde, un palo de escoba y le dio un beso huidizo a su madre, perdiéndose en una nubecilla de polvo de adolescentes tras la puerta. Respiró los aromas de su barrio y se sintió libre.
Afuera en la calle, otros como él, patilargos de rodillas raspadas, vestían franelas casi transparentes con el logo de su equipo favorito, y chanclas. Con tizas de colores delineaban el campo de juego.
¿A quién le toca batear?, preguntaron sabiendo la respuesta.
Entonces acordaron que Miguel Eduardo lanzaría las chapitas. José Francisco se aferró con equilibrio al palo de escoba, como si fuese una extensión de su brazo. Era su instinto, casi su destino. Con facciones serias, se cuadró y se ajustó la gorra para evitar la última resolana de la tarde. Miró a Miguel Eduardo a los ojos, anticipando el lanzamiento, la velocidad de viento, la trayectoria. La chapita viajó por el aire errática, pero José Francisco la pudo sentir, la pudo adivinar. Su cuerpo entero siguió el giro de sus muñecas en dirección de la chapa, domando tal minúsculo artefacto a su antojo. Un sonido seco y el palo de escoba la lanzó lejos, muy lejos. Los otros niños miraron con asombro cómo se perdía en el infinito. Miguel Eduardo movió la cabeza, como negando, tiró la gorra al piso y zapateó de enojo. Pero la cosa no terminó ahí; la cosa se puso brava. José Francisco metió quince carreras y nadie sabía cómo pararlo.
Cada vez José Francisco corría las bases, sus brazos en alto y su sonrisa sobrada denotaba victoria, mientras iba dándose una ovación íntima. Cuando anotaba la carrera, los de su equipo lo abrazaban y lo despeinaban.
A pesar de haber anochecido, y tras un par de horas bajo el calor inclemente, los muchachos sudaban brillantes y olían a pollitos remojados. La campanita del “raspadero” los obligó alegremente a tomar un descanso para calmar la sed a punta de hielo raspado, bañando en jarabe de cola y leche condensada. Con la carita colorada por el calor y el jarabe de cola, José Francisco temió que pronto escucharía la voz de su madre llamándolo a cenar. Arepas tostaditas de maíz pilado con queso telita y guarapo de papelón. Mmmm…De pronto sintió hambre.
En ese instante, un copo de nieve le cayó sobre la mejilla. Luego otro. Y otro. Tuvo frío, pero no tuvo ánimo ni para calentarse. No estaba en la calle de su barrio, no llevaba su camiseta casi transparente, ni sus chanclas. En sus manos de hombre, callosas y duras, no había un palo de escoba recortado, sino un bate profesional. Ni siquiera era niño. Le ganó una tristeza infinita. Debe ser la nostalgia, pensó.
Desde que había venido a vivir y trabajar al Canadá, a veces perdía el hilo de vuelta a su infancia, a veces lo empataba una y otra una vez. Miró hacia el cielo acerino de Toronto y por alguna extraña razón, en medio de ese noviembre y de la primera nevada del año, el techo corredizo del Rogers Centre seguía abierto. Pronto lo cerrarían, pero aún faltaban meses para la nueva temporada de las ligas mayores. Algo más fuerte que él lo traía aquí a batear chapitas en la inmensa soledad del estadio vacío.
El niño que en él aún moraba, tuvo que ser muy fuerte de corazón para salir al campo año tras año, sin sus compañeros del barrio. Fue ahí donde aprendió el verdadero valor de sus amigos y de su patria, donde supo que su destino era ser un pelotero de las grandes ligas. Desde el día en que bateó la primera chapita. Cuando era feliz y aún no lo sabía.
Cuento de la Antología Espacios Compartidos/Espaces Partagés/Shared Spaces, publicado por la Editorial Antares y York University (Canadá), como homenaje a los Juegos Panamericanos /Parapanamericanos Toronto 2015.