Las chapitas de José Francisco

chapitas

El juego de las chapitas es muy popular en Venezuela, sobre todo entre niños y jóvenes. Sin distinción de clase social, raza o credo, en el campo todos somos iguales, rivales pero solidarios. Algunas de las reglas del juego son parecidas a las del béisbol, y hay quienes intuimos que el juego de los chapitas es la semilla criolla de ese deporte tan universal. Me permití estar en desacuerdo con quienes sostienen que el béisbol no tiene nada que ver con la esencia de la venezolanidad. El béisbol no es autóctono de mi país, es cierto, pero es casi nuestra religión. Nos emociona y nos seduce, pues es la forma en que nuestros compatriotas peloteros hacen del nombre de Venezuela algo excepcional y sublime en todo el mundo.

Pero volviendo a lo básico de las chapitas, el telón de fondo del juego puede ser una calle o un terreno; en fin cualquier lugar amplio y libre. No se requiere equipos sofisticados, solo muchas tapas de botellas de refresco o cerveza (las chapas), un palo de escoba recortado y tizas para demarcar la zona del juego. Participan dos equipos, de uno o más muchachos. Uno de los jugadores lanza las chapas a otro que debe batearlas. Si la chapa es inatrapable, se anota una carrera. Tiene muchas otras reglas que se acuerdan entre los jugadores, dependiendo del flujo del momento.

El juego de las chapitas es parte de la vida sencilla, anónima, pujante y extraordinaria del venezolano. En cada campo, donde todos somos iguales y con el palo de escoba en la mano, se juegan asuntos mucho más esenciales y definitivos, como el futuro que nos señala y define la existencia.

Los venezolanos amamos nuestros juegos de niños. Y en cuanto a nuestros deportes, somos ultra fanáticos de Los Navegantes del Magallanes o de los Leones del Caracas, eternos rivales que nos colman de algarabía y nos hacen orgullosos de llevar puestas las camisetas de su club. Nuestros deportistas, héroes épicos son las raíces en las que se funda nuestra niñez y, por lo tanto, lo que somos y seremos. Queremos encarnarlos, emularlos, hacerlos vivir en el entramado de lo que somos. Son parte del recuerdo y del bagaje que nos llevamos cuando vivimos lejos de nuestro país. Como viven ellos lejos también. Entonces, nuestra historia nos gobierna las memorias de vida, con todo y la nostalgia por nuestro terruño, los triunfos, los desengaños, y sobre todo la espera por la vuelta de una patria grande.

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José Francisco apuró la tarea de matemáticas como quien tiene el tiempo contado. Demasiadas multiplicaciones. A su lado, las chapitas de refrescos y cervezas brillaban en el balde con el haz de luz de la tarde temprana que entraba sin permiso a su habitación. Llevaba una semana recolectándolas de la acera frente al bar de la esquina, para el juego de hoy. Las acarició como si fuese un corsario ante su arcón del tesoro.

–Mamá, ¿puedo salir ya?– preguntó con un brinquito interior. La misma pregunta que hacía todos los días desde que cumplió los ocho años de edad.

–Todavía no son las cinco, mijo ¿Terminaste la tarea? –replicaba la madre desde la cocina.

El muchacho soltó un suspiro. Trató de contestar algo ocurrente, pero lo único que pudo murmurar fue un “Si, mamá” impaciente. Hizo dos multiplicaciones más y cerró el cuaderno. El reloj marcaba lentamente los diez minutos que lo separaban de su pasión. En el momento preciso, tomó el balde, un palo de escoba y le dio un beso huidizo a su madre, perdiéndose en una nubecilla de polvo de adolescentes tras la puerta. Respiró los aromas de su barrio y se sintió libre.

Afuera en la calle, otros como él, patilargos de rodillas raspadas, vestían franelas casi transparentes con el logo de su equipo favorito, y chanclas. Con tizas de colores delineaban el campo de juego.

¿A quién le toca batear?, preguntaron sabiendo la respuesta.

Entonces acordaron que Miguel Eduardo lanzaría las chapitas. José Francisco se aferró con equilibrio al palo de escoba, como si fuese una extensión de su brazo. Era su instinto, casi su destino. Con facciones serias, se cuadró y se ajustó la gorra para evitar la última resolana de la tarde. Miró a Miguel Eduardo a los ojos, anticipando el lanzamiento, la velocidad de viento, la trayectoria. La chapita viajó por el aire errática, pero José Francisco la pudo sentir, la pudo adivinar. Su cuerpo entero siguió el giro de sus muñecas en dirección de la chapa, domando tal minúsculo artefacto a su antojo. Un sonido seco y el palo de escoba la lanzó lejos, muy lejos. Los otros niños miraron con asombro cómo se perdía en el infinito. Miguel Eduardo movió la cabeza, como negando, tiró la gorra al piso y zapateó de enojo. Pero la cosa no terminó ahí; la cosa se puso brava. José Francisco metió quince carreras y nadie sabía cómo pararlo.

Cada vez José Francisco corría las bases, sus brazos en alto y su sonrisa sobrada denotaba victoria, mientras iba dándose una ovación íntima. Cuando anotaba la carrera, los de su equipo lo abrazaban y lo despeinaban.

A pesar de haber anochecido, y tras un par de horas bajo el calor inclemente, los muchachos sudaban brillantes y olían a pollitos remojados. La campanita del “raspadero” los obligó alegremente a tomar un descanso para calmar la sed a punta de hielo raspado, bañando en jarabe de cola y leche condensada. Con la carita colorada por el calor y el jarabe de cola, José Francisco temió que pronto escucharía la voz de su madre llamándolo a cenar. Arepas tostaditas de maíz pilado con queso telita y guarapo de papelón. Mmmm…De pronto sintió hambre.

En ese instante, un copo de nieve le cayó sobre la mejilla. Luego otro. Y otro. Tuvo frío, pero no tuvo ánimo ni para calentarse. No estaba en la calle de su barrio, no llevaba su camiseta casi transparente, ni sus chanclas. En sus manos de hombre, callosas y duras, no había un palo de escoba recortado, sino un bate profesional. Ni siquiera era niño. Le ganó una tristeza infinita. Debe ser la nostalgia, pensó.

Desde que había venido a vivir y trabajar al Canadá, a veces perdía el hilo de vuelta a su infancia, a veces lo empataba una y otra una vez. Miró hacia el cielo acerino de Toronto y por alguna extraña razón, en medio de ese noviembre y de la primera nevada del año, el techo corredizo del Rogers Centre seguía abierto. Pronto lo cerrarían, pero aún faltaban meses para la nueva temporada de las ligas mayores. Algo más fuerte que él lo traía aquí a batear chapitas en la inmensa soledad del estadio vacío.

El niño que en él aún moraba, tuvo que ser muy fuerte de corazón para salir al campo año tras año, sin sus compañeros del barrio. Fue ahí donde aprendió el verdadero valor de sus amigos y de su patria, donde supo que su destino era ser un pelotero de las grandes ligas. Desde el día en que bateó la primera chapita. Cuando era feliz y aún no lo sabía.

 

Cuento de la Antología Espacios Compartidos/Espaces Partagés/Shared Spaces, publicado por la Editorial Antares y York University (Canadá), como homenaje a los Juegos Panamericanos /Parapanamericanos Toronto 2015. 

Guerreras

2016

Hay miedos que dan valentía; pero hay valentías que son por amor. Y esa noche, tras el murmullo de la nieve que se posaba sobre el pequeño valle, las siete mujeres y nueve niños, se agazaparon tras unos arbustos, escondiéndose de la luna que prometía peligro.

Un tufo a pólvora flotaba en el aire, e Ilse, la mujer más menuda y la más osada, les hizo a las demás una señal de silencio. Ella era de las que les organizaba el mundo a todos con gracia y belleza, pero últimamente su aristocracia había sido puesta a prueba por la pobreza y la incertidumbre. Espantó el fantasma de miedo atravesado en el pecho y midió la distancia al cobertizo. En el momento preciso, las apuró. Una a una, se acurrucaron en la paja como pudieron. Ofrecieron pan a sus hijos, mientras ellas se iban poniendo flacas y grises. Les costaba tragar la realidad, les era difícil digerir su historia, de dónde venían y hacia dónde iban. Como sonámbulas, marchaban de día, y como indigentes se refugiaban por las noches. Por ahora solo sabían avanzar, buscando lo que quedaba de una paz que quizás nunca volverían a sentir, cual aroma de un perfume derramado.

Un bebé comenzó a gemir en la oscuridad y por momentos algo parecido al espanto se apoderó de las mujeres. La madre lo acunó en su pecho dulce y tibio, y solo entonces hubo un respiro colectivo.

Con muestras de fatiga, Ilse se acomodó en una esquina cerca del portón, y en ese abismo borroso de la mitad de la noche, abrigó las esperanzas que no tenía para mantener caliente a su hijo, Arne. Ella frunció el ceño; estaba harta de la sangre derramada, el hedor a muerte y los pueblos desolados que le seguían cruzando la mente. No podía deslastrarse de la imagen del caballo destrozado por una mina a la orilla del camino, ni la del hombre con los sesos desparramados por su propia bala antes de caer en manos hostiles. Había imaginado de otro modo su vida, pero el futuro era impreciso, abstracto, terrorífico. Acarició los bucles dorados de su pequeño y la bañó por dentro una alegría lejana, pues esos ojitos de querubín le daban la fuerza de seguir adelante. Él era el verdadero futuro.

Lentamente, los otros niños se fueron quedando dormidos, abrazados a sus muñecos y a sus madres. Ellas, las mujeres, yacieron en el letargo de una duermevela.

Un estruendo las despertó y en el pánico instantáneo de quien sale de una pesadilla a una peor realidad, escondieron a sus hijos tras sus faldas. Una manada de soldados entró al cobertizo con sus fusiles y su odio. Las reconocieron con la ceguera con la que se reconoce al enemigo. Revisaron todo con sus bayonetas, mientras otros temblaban y las apuntaban. Ahí al lado de las cabras, entre la paja, se asomó el cañón de una pistola. El capitán, tan implacable a punta de tantas victorias, acarició el arma como si hubiese encontrado la razón de su guerra. Y sin juicios necesarios, emitió el veredicto con frialdad. Ellas eran criminales de guerra sin importar sus nombres ni sus historias. La sentencia era la muerte por fusilamiento.

Amanecía y el patio estaba cubierto en una niebla mezclada con el aura de la muerte. Las pararon contra un muro de piedras, y aún con una punzada en el diafragma que no las dejaba respirar, se negaron a que les vendaran los ojos. Dieron gracias a Dios que, por alguna extraña razón, los niños estaban en silencio. Dos soldados revisaron algunos bolsos de las mujeres, buscando más evidencias entre las piezas de ropa, galletas secas y una ocasional pintura de labios. El tiempo, inexorable y lento, es una tortura para quienes conocen el destino que está aún por llegar, pero ellas estaban paradas con el mentón en alto, esperando que no las traicionara el pavor.

Por un momento Ilse pensó que quizás era mejor así, terminar con este martirio de huir de una buena vez. Muertas, ya no sufrirían más este destierro. Esta vida que no era vida, dolía mucho, pero ella las había traído hasta aquí para ser libres, no para morir en el intento. Les debía la vida y ellas, a sus hijos. Tomó una bocanada de aire, mientras los soldados iban formando la fila del pelotón. Con su hijo tomado de su mano, se acercó al capitán con la firmeza de quien tiene la verdad. Levantó la cara, lo encañonó con la mirada y su fulgor hizo que él diera un paso atrás apenas imperceptible.

― Solo somos madres e hijos huyendo de la guerra. Esa arma no es nuestra―dijo Ilse con la seguridad pausada de una tigra.

―Tienes pinta de saber usarla― la midió el capitán, con la mano en el cinto.

―Si supiera usarla, ni tu ni ninguno de los tuyos estarían vivos.

La suavidad de la neblina se fue disipando con los tenues rayos del sol naciente. Arne, sin soltarse de la mano de su madre, comenzó a sollozar calladamente. Ilse lo tomó en brazos y comenzó a cantarle una canción de cuna. Una a una, en un son rebelde, las otras mujeres la siguieron con sus nanas, cadencias universales que cruzan todas las comarcas y todos los corazones. El denso arrullo de sus voces, esa que da el cobijo de la seguridad, se expandió sobre el patio como una dulce onda y los soldados se debatieron entre el recuerdo ancestral del amor más puro y el espejismo de un enemigo.

El capitán levantó su sable, y empujó a Ilse a la fila. Su grito de “Preparen” se confundió con el canto de los gallos, mientras conjuraba en silencio sus canciones de batalla, como contra del hechizo maternal que lo acunaba. Sonaron los chasquidos de las armas cargadas. Pero arropados por las melodías, los soldados añoraron el regazo de sus madres, nunca olvidadas en la tristeza de la guerra.

La orden de “Apunten” se le trabó en la garganta. Él trató de no dispersarse, asiéndose al su bastón con la mano crispada. Ilse volvió a dar un paso al frente. Los soldados tuvieron la certeza que quizás en esos momentos, alguien los estaba llorando como si estuviesen muertos. Dicen las lenguas que hubo un segundo en vilo, ese instante en que mujeres y soldados se midieron las fuerzas, pero como siempre, el amor de madre es la mayor victoria.

Mientras las mujeres y sus pequeños fueron desapareciendo en el recodo del camino, Ilse miró atrás por última vez, y levantó la mano en son de despedida. Los soldados respondieron desde lejos, aun secándose las lágrimas. En un respiro, Ilse esbozó una pequeña sonrisa y con un respiro sintió el alivio del metal frío de la pistola que llevaba escondida en la falda.

 Cuento ganador del Concurso Nuestra Palabra en Canadá 2016 (segundo lugar)

De la colección inédita «Mujeres de mi especie»

Verdad incómoda

cadenas venezuelaCon el paso de mis años me ha resultado claro que en Venezuela la libertad se ha confundido con hacer lo que nos venga en gana. Libertad no es libertinaje. La libertad se busca, se defiende y se atesora. Pero, lo más importante es que no consiste en hacer lo que se quiere, sino en hacer lo que se debe.

Somos libres en la medida en que reconocemos la humanidad y dignificamos la libertad de quienes nos rodean. Somos libres en la medida en que aprendemos a disentir con respeto y sin juegos de poder.

Mirando atrás, a los venezolanos nos ha costado muy poco caer en las falsas ofertas de lo malo,  irremediablemente atraídos a lo fácil, lo que nos resuelva el momento, sin  asumir responsabilidades ni deberes. En ese facilismo populista, nos volvimos unos inválidos de mente y corazón, aceptando que nos pisotearan a cambio de no hacer nada.

Hay muchas cadenas que romper…

Toronto, 2018

Nos acostumbramos

Cada lunes sucedía lo mismo. Las noticias en Globovisión eran cada vez más horripilantes; un infierno que no se amansaba y ponía a prueba mi capacidad de asombro y coraje. Todos los días eran de primicias, pero los lunes eran la real medida de la situación del país. A primera hora en un ritual, se reseñaban las muertes violentas ocurridas durante el fin de semana como si fuese un parte de guerra. Atracos, secuestros, violaciones, disputas entre pandillas de barrio. Como en un bingo se cantaban las cifras de muertos. Ochenta y cinco, noventa y dos, ciento seis. Siempre me preguntaba si no había asesinatos en otros momentos, pero la gente estaba más expuesta durante las fiestas y rumbas del fin de semana. No solo eran los muertos, sino también las operaciones comando que llegaban a un restaurant y atracaban a quienes estaban cenando algún sábado en la noche. Y cuando uno escucha el mismo cantar, la inmunidad se vuelve una válvula de escape. Una tendencia irremediable. Ni siquiera eran cifras oficiales, pues las autoridades permanecían indolentes, envueltos en un manto de pasividad. Los periodistas se paraban en la puerta de las morgues y contaban cada cuerpo envuelto en sábanas que bajaban de las camionetas policiales. Los anotaban en una lista que luego se intercambiaban y transmitían. Cadáveres sin rostro y ya sin alma. Como una imbécil, me sentaba ante el televisor en una costumbre medio masoquista y morbosa, como viendo a un reloj de arena vaciarse. ¿Que por qué lo hacía? No recuerdo si es que pensaba que, en esa necesidad de estar informada, de alguna misteriosa forma ayudaría a solucionarlo. El problema era que no sabía cómo. No disponía de mecanismo alguno para actuar en la catatonia en la que me hallaba y las noticias solo servían para profundizarme la depre. Apagaba el televisor agotada y triste, aunque los muertos me fuesen lejanos. Un lunes sucedió una sorpresa: la cifra fue de setenta asesinatos.

― ¡Guao! Estamos mejorando― llegué a susurrar casi aliviada.

Me paré en seco al escucharme tan desubicada y hasta grotesca ¿Cómo podía alegrarme por tal situación? Eso setenta cuerpos eran víctimas de carne y hueso convertidas en meros números, humanos despojados de su condición real, reducidos a una masa abstracta. ¡Una sola muerte era demasiado! En ese instante temí estarme volviendo fría e inconmovible. Temí mi recién descubierto desapego, pero era más letargo que frialdad, pues no sabía cómo procesar tanto dolor. En el fondo, temí acabar muerta en manos de algún malandro y que a nadie le importara. Solo entonces me paré a rebobinar y pensar que estaba entrando precisamente en el juego del tirano.

Me estaba acostumbrando. Y cuando uno se acostumbra, se jode.

 

Imagen de propublica.org

 

Concordia University, Montreal

CEPI Montreal 02282018

Tuve el privilegio y placer de presentar un pedacito de mi proyecto de libro «La hija de los inmigrantes» a alumnos y amigos de la Universidad de Concordia en Montreal, Canadá, a través del CEPI y la Critica Canadiense Literaria sobre Escritora Hispanoamericanas (CCLEH) y del Department of Classic, Modern Languages and Linguistics, Concordia University.

Fue una experiencia enriquecedora, pues aprendí que hechos sobre Venezuela y su independencia que no conocía. Los estudiantes, muy bien preparados y guiados por la Profesora Lady Rojas Benavente, me abrieron la puerta a un mundo por el que vale la pena luchar.

Gracias a Lady  por su hospitalidad y apoyo a mi proyecto, a todos los asistentes con quienes pude compartir ese momento de vida tan duro como es el de escribir sobre mi proceso de inmigrar.

Abrazos,

Erika P. Roostna